Si hacemos una pausa hoy en nuestra vida y recordamos por un instante lo que éramos sin Cristo, podemos ver personas con rencor, sin perdón en el corazón, frías, sin afecto, codiciosas, avaras, y, por sobre todas las cosas, destinadas a un final de muerte eterna sin tener convicción de lo que eso realmente significa.
La lista de cualidades que nos definían estando alejados de Dios sería extensa. Vivíamos conforme a los estándares que el mundo nos ofrecía o lo que se nos había enseñado desde niños y adolescentes. Lo que Papá o Mamá hacían, nosotros también lo adoptábamos. Era una vida sin rumbo, quizás, o motivada por lo que estaba de moda en ese momento: músicas, películas, moda, etc.
La Biblia llama a todo esto «vanidad«, algo inútil, infructuoso, sin efecto, una vida hueca y carente de contenido. En Eclesiastés 2:11 leemos: «Pero al observar todo lo que había logrado con tanto esfuerzo, vi que nada tenía sentido, era como perseguir el viento.» (NTV)
Sin conocimiento de Dios, estábamos muertos espiritualmente, cometiendo todo tipo de delitos y errando continuamente, dejándonos influenciar por la corriente de este mundo.
En contraste a esa vieja vida de desorden y oscuridad, el amor de Dios vino a salvarnos (Juan 3:16). Con la ayuda del Espíritu Santo, quien nos trae convicción de nuestro pecado, comenzamos el proceso de arrepentimiento y restauración hacia el conocimiento de la verdad y el crecimiento espiritual. “La vida antigua ha pasado; una nueva vida ha comenzado.” Ahora estamos llamados a hacer morir lo terrenal, poniendo la mirada en las cosas de arriba, meditando en la Palabra y orando en todo tiempo, escuchando la guía de nuestro Padre que está en los cielos.
Oremos juntos para que en esta nueva vida sea el Espíritu Santo quien nos ayude a crecer y madurar, de modo que podamos ser un canal de bendición para los nuestros y que ellos también tengan la esperanza de vida eterna.